EL PUENTE
EL PUENTE Los chicos del lugar volvían de jugar cerca del puente de piedra. Siempre bromeando, con carreras y empujones, al grito de: ‘quién llegue antes’. Otras veces, clamando con un ruido comparado al de una bandada de cornejas pasando por la cruz del campanario. En la plaza, cerca de la iglesia, y sentado bajo la sombra de un olmo, estaba Germán Palacios. Germán Palacios era el más viejo del lugar. Cumpliría esa Navidad ochenta y nueve años, tenía los ojos alegres, las manos temblorosas y el pelo niveo. De pequeño fue cabrero; de joven, soldado en África. Más tarde, cultivó una pequeña parte de las tierras que heredó de sus padres, y cuando las fuerzas le empezaron a flaquear, se dispuso a esperar la muerte, a la que nunca deseaba, ni temía. Nadie en el pueblo contaba historias como Germán, ni traía a cuento de manera tan oportuna refranes o graciosos chascarrillos. Los chicos, al verlo, aceleraron su paso, y cuando llegaron a la plaza por el camino del puente,