VESNA
VESNA
por Juan Pedro Iglesias García @jiglesiasgarci
por Juan Pedro Iglesias García @jiglesiasgarci
Ha pasado ya bastante tiempo desde que Vesna
y yo nos conocimos. Lo que más tarde se interpuso entre nosotros, y también, lo
que ninguno de los dos pudo ver, por estar oculto y ser desconocido, no lo
deseábamos. Sólo atañe al reconocimiento, el tiempo de la amistad y del amor. En
ocasiones, no imaginamos como de tristes pueden llegar a ser aquellos sucesos que
no esperamos, mucho menos, que no queremos. Recuerdo como la guerra de Bosnia siguió
ocupando durante mucho tiempo los telediarios y la prensa. Fueron tiempos remotos
para la paz y el amor. Al otro lado, en la Europa del este, se libraba la mayor
de las infamias. El odio y la crueldad se retroalimentaban con la sangre y las
bombas. En contra de lo que les ocurría a otros, a mí me resultaba imposible
mirar para el otro lado. Ser insensible me convertía en cómplice y mis
sentimientos no lo soportaban. Recuerdo que llegué a conocer compañeros de mi
entorno a los que esta guerra les era indiferente. Tal vez, se defendieran así de
sus miedos. Las imágenes de una guerra resultan ser siempre un paisaje gris. Un
fotograma constante de personas sin descanso. De aquellos años, aún conservo
una carpeta con todos los recortes de prensa y fotografías que pude almacenar. Se
adivinaba la inmediatez del dolor y el rencor, cual virus inoculándose dentro
de los hombres. Yo por entonces tenía veinticuatro años y acababa de terminar
mis estudios de arquitectura. Aunque pareciera extraño, durante bastante
tiempo, estos acontecimientos no me permitieron pensar en mí mismo. Cuanto de paradójico
resulta ver que en la guerra como en el amor, todo se diseña y se crea, pero también
se destruye. Armas que desdibujan y borran toda ilusión.
Conocí a Vesna en aquel caluroso mes de
agosto del verano de 1992. Según me contó, llevaba ya dos años en España, antes
de que estallara la guerra en su país. Sus padres la habían enviado a España para
terminar sus estudios con una beca de investigación. Ahora, todo aquello no es
más que un recuerdo frente al mar. Donde el amor no se puede ocultar cuando
existe. Como la tarde en que, abrazados, vimos por televisión las imágenes del
incendio de la biblioteca de Sarajevo. Recuerdo como lloraba Vesna. Yo he
estudiado muchas veces en ese lugar ―me dijo―. El hombre diseñaba entre el fuego, un
mundo para hacer desaparecer su memoria. Definido por la destrucción y el
borrado de aquello que no podía ser suyo. Y nosotros, asustados, renacíamos
sobre las llamas del amor.
Vesna y yo éramos jóvenes. Teníamos
ilusiones, y lo que es mejor, todo el tiempo por delante. A mí me gustaba el
mar, aunque desconociese casi todo de él. Mi padre tenía un pequeño barco con
el que solíamos ir a navegar. Recuerdo que la primera vez que debuté en una
travesía tenía dieciocho años. Duró varios días. Navegamos de Alicante a
Menorca y estuve vomitando la mayor parte del tiempo. A partir de ahora, ―dijo mi padre―, ya nunca
dejará de gustarte el mar. Así fue como navegar se convirtió en la mejor de mis
aficiones.
Recuerdo a Vesna en muchos sentidos. Tal
vez, porque aquellos recuerdos, los que conocí y supe vivir, en los que pude
sentir, había una historia, unas reglas, o tal vez, esas ilusiones que el
destino quiso dejar en eso, en el transcurrir de la vida. Vesna y yo nos
conocimos como en las buenas películas, con una mirada. Mientras amarraba el
barco de mi padre en el embarcadero, levanté la vista para mirar como bajaban
de una lancha diverso material de buceo. Ahí estaba ella. Nuestras miradas se
cruzaron y nos quisimos reconocer. A la salida del embarcadero nos saludamos y
charlamos un largo rato. Me preguntó si me apetecía seguir hablando para
después. Esa misma tarde, Vesna y yo habíamos quedado en el Ulises, un bar
junto a la plaza de la iglesia. ¿A las ocho te va bien? –pregunté–. Sí,
perfecto –contestó–, termino a las siete de dar clases de submarinismo.
Cuando oigo las campanas de una iglesia,
su sonido me trae el recuerdo de Vesna. Ese eco lineal, imponía los silencios delimitando
el huso horario entre los ‘gongs’. Marcaba el tiempo de aquel pueblo. Quizá el de
nuestras vidas. Aquella tarde, sentado en la terraza del Ulises, vi subir a
Paula por la calle Mayor camino de la plaza. Me di cuenta del éxtasis que su sencillez
me producía. Vestía una camisa azul claro, unos jeans blancos y zapatillas rojas.
Era muy hermosa. En su cara, sobre los pómulos, se asomaban unas sonrosadas
pecas, que en contraste con los ojos azules imprimían seguridad y firmeza al
rostro. Me gustaba escuchar voz. Su alegre acento lo endulzaba todo. Sonaba
nítido, casi sinfónico. Volvería a ver sus ojos sonreír, extendiendo sus
encarnados labios. Besarlos y tenerlos junto a los míos. Los míos, junto a los
suyos. Suspirar y adueñarnos de nosotros mismos.
No pude ser más feliz aquel verano en
compañía de Vesna. Aquella tarde, en el Ulises, como a lo largo de todo el
verano, y con el azul del mar como cómplice de nuestras vidas, hablamos de
nosotros, de nuestros temores, de nuestros sueños, de esos libros y películas
que nos gustaban, de la maldita guerra, de sus estudios de arqueología, de los
edificios que yo quería construir, en definitiva, de nuestros planes a medio
hacer. Más tarde, cuando ya el otoño empezó a adueñarse de los restos del
verano, un día Vesna empezó a encontrarse mal y algo cansada. Decidió acudir al
médico y éste le mandó hacer unas pruebas. Al tiempo, le diagnosticaron un
cáncer en la sangre, una leucemia. Le informaron que tenía mal pronóstico.
Vesna luchó hasta donde pudo y en enero, se despidió de nosotros. Por eso, tal
vez la vida, sólo fuera eso, un sueño y un temor.
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