Todos los mares conducen a Conrad
De vez en cuando, la infancia y la juventud van de paseo por nuestra memoria como los fotogramas de una película.
Nos recuerdan, tal vez, que siendo ya adultos, lo que no se olvida y te
acompaña, se convierte para tu presente futuro inmediato, en la mochila
de tu vida. Por eso, cuanto mayor vas siendo, con mejor nitidez se
aprecian los recuerdos de juventud. El tempus fugit se escribe con la letra clara del paso de los días. Acaso, en palabras de Conrad, la vida es sólo eso... un sueño y un temor.
El otro día rescaté unas fotos que disparé (hace
poco más de un año) a un velero sobre la dársena sur del muelle de Santa
Cruz. Unas jornadas profesionales me llevaron a la isla. Recuerdo que
llegué a Tenerife finalizando el mes de noviembre. Con el mazazo reciente de la muerte de mi padre y en plena fiebre blackfridey,
ya saben, calles llenas de una programada y enloquecida muchedumbre,
que ante el reclamo de las ofertas, compra y consume como si al planeta
le quedaran dos noches de existencia. En el taxi, de camino al hotel,
advertí como la tarde bostezaba. Sobre un cielo cárdeno, sin nubes y con
el mar de fondo, fui percibiendo el inmenso puerto de Santa Cruz.
Alineados y engalanados con sus mejores luces de guirnalda, los
mastodónticos cruceros poblaban la dársena como en una feria ambulante.
Se extinguió la romántica y bella imagen de los vapores fondeando a
comienzos de siglo XX.
Un vistazo sobre el amarradero deportivo me permitió ver, que al otro lado, sobre el dique, sobresalían, casi tocando el cielo, los tres palos de un velero de gran porte.
Tres días más tarde, con las primeras luces en la mañana de mi regreso a
la península, decidí pasear sobre la dársena en busca de mi velero.
Otra oportunidad para mezclarme con la gente del mar y sus barcos; para
también, recorrer el muelle en busca de mí mismo. Para dar gracias a los
dioses por seguir disfrutando de la vida. De nuevo, mi existencia cerca
del mar. Un volver a Ítaca. Otra vez, la infancia y juventud, los recuerdos de familia, hermanos, amigos y amores de contrabando.
Haber leído algo de Conrad, pasear oliendo el
salitre de los barcos frente a la inmensidad del océano, mientras
escuchas la canción silente que entonan los viejos amarres y el vaivén
de las mudas embarcaciones, te hace entender lo efímero que es todo. Que nuestra existencia, ante el tiempo, no es más que una invención que roba los días.
La mirada me llevó al fondo del muelle. Allí estaba ese imponente y solitario velero de 51 metros de eslora. Era el Georg Stage,
el inmenso y fúlgido buque escuela danés. Un barco de velas que parecía
estar listo para volver a la vida al primer soplo del firmamento
incorruptible. En 1882 el armador danés, Frederick Stage, construyó uno
de los primeros barcos destinados exclusivamente a la enseñanza de
jóvenes marinos. Se trataba del Georg Stage original. El que yo tenía ante mis ojos era el segundo, creado en 1934. El naviero y su mujer lo hicieron construir en memoria de su hijo Georg de 22 años, que murió de tuberculosis. Iniciaron así un proyecto generoso para ayudar a jóvenes que, como su hijo, amaban el mar.
En 1905, un vapor británico chocó con él, e hizo que se hundiera y que
22 cadetes perdieran la vida. Sin embargo, fue recuperado para su
reparación. Siguió siendo operativo hasta 1934, en que fue vendido.
Después de pasar por las manos del velista Allan Villiers (que le llamó
Joseph Conrad), fue adquirido por un americano que lo usó como yate
durante 3 años. Más tarde llegó a manos de la Maritime Comisión de
EE.UU. que lo usó como buque de instrucción hasta que en 1947, por orden
del Congreso, pasó a ser una pieza del Mystic Seaport Museum en
Conneticut. Así, en 1934, el nuevo Georg Stage salió de los
astilleros de Frederikshavn Shipyard para continuar la misión de su
predecesor como barco insignia de la fundación Georg Stage Memorial.
Mirando desde la popa del Georg Stage,
quise imaginar su navegación por la costa europea en dirección al mar
del Norte, afrontando en esas duras regiones los fuertes vientos, las
tormentas y las bajas temperaturas. Me llevé una grata sorpresa al descubrir que su mascarón de proa era la efigie de un joven,
la del hijo Georg. Había sido trasladada del antiguo barco al nuevo
como sus padres quisieron y honrar así su memoria. Las fotos de aquel
barco me han hecho recordar muchas cosas, entre ellas, que todos los
mares nos conducen a Conrad:
“Y recuerdo mi juventud, ese sentimiento que jamás volverá.
La sensación de que yo podía durar para siempre, superar al mar, a la
tierra, y a todos los hombres. El sentimiento engañoso que nos induce a
vivir goces, peligros, el amor, el esfuerzo vano, la muerte: la
triunfante seguridad de la fuerza, el calor de la vida en el puñado de
polvo, el brillo del corazón que cada año que pasa se apaga, se enfría,
se empequeñece, y expira -y expira, demasiado pronto, demasiado pronto-
antes que la vida misma”.
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