Tánger: los jueves y otras lecturas

Tánger: los jueves y otras lecturas

“Olía a ciudad vieja y bereber: suciedad, fruta podrida, sándalo, café recién molido…”, Eva. Arturo Pérez-Reverte.


      Hace poco tiempo, decidí volver a Tánger. Acaso, alejado ya del vapor de la praxis política, los pactos que surgieron tras el verano y de lo diferido que hay en los abrazos de nuestra España cainita que, como en un quiero y no puedo, hacen perpetuo este teatro. Pero, como ya sucediera la primera vez (un jueves, hace algo más de veinticinco años), regresé a Tánger con la misma sacudida de aventura que en la primera ocasión, cuando subido a bordo del Ibn Battuta cruzaba el Estrecho desde Algeciras.
      Ese brazo de mar tiene una musa que duele y como en todo viaje, siempre hay una mezcla de fascinación y melancolía. Allí, las aguas del Atlántico y el Mediterráneo se acarician; enredando con sus brazos a aquellos cuyas historias se ahogan en sus aguas. "Cruzan como barcos de papel /cual botellas de cristal /que a veces llegan /y otras, se pierden".
Una ligera bruma nos acompaña en la travesía. La humedad, no impide pasearme por la cubierta de popa. Hace fresco y el motor del barco rezonga ensordecedor como si estuviera enfurecido. Todo se impregna con un olor, mezcla agridulce, de gasoil y salitre. El incorruptible mar lo inunda todo. Es fiel testigo de nuestras debilidades, y sobre sus aguas uno asume que el paso del tiempo es definitivo. En menos de una hora, diviso la “ciudad blanca, muy blanca, tatuada de minaretes verdes”, decía Rubén Darío, con su Casbah almenada entre la realidad y el sueño.
      Es Tánger, una ciudad inventada. Como decía Pierre Lotti, “posa altiva como una vedette en la puerta de África” (Au Maroc). Al ver la ciudad, me invade el recuerdo de Matisse tras exclamar que “el paraíso existe”. Y más tarde, cuando el barco atraca minucioso en el muelle y desciendes, la soledad deseada y precisa, te da la bienvenida.
      Recuerdo, siendo un crío, mi primer encuentro con algo exótico. Mi abuelo llevaba tatuada en su antebrazo derecho, la silueta desnuda de una guapa odalisca. Tumbada, con una melena sobre los hombros, dejaba caer un brazo, desmoronado y ligero, sobre su dócil cintura. Cuando él abría y cerraba sus puños, la arrugada piel de su antebrazo se batía y ella meneaba su cuerpo con un movimiento ondulado. Aquella mujer parecía que fuese a salir del brazo de mi abuelo para ponerse a danzar. Yo miraba atónito a mi abuelo, él me guiñaba un ojo y nos sonreíamos. ―¿De dónde es esta mujer, abuelo?― Es de África, me la dibujó una mujer en las montañas del Rif―. Aún pervive en mi memoria. A veces, ella vuelve y baila para mí.
      Tánger, los jueves y otras lecturas, son el recuerdo vivo de un destino. Porque fueron varias las lecturas que convivieron a un tiempo en la geografía de mi vida. Como así ocurrió la primera vez que leí la novela El Cielo Protector de Paul Bowles y que resultó ser, junto a otras, el detonante que me llevó a recorrer el país. Durante años, compartí esas lecturas recorriendo los desiertos del Gran Sur y sus montañas del alto Atlas. Alí Bey, Charles de Foucauld y otros, exploraron muchos territorios para narrar lugares y dibujar paisajes que dejaron su impronta.
      Casi siempre, son los libros los que dejan una puerta abierta por donde colarse y pasar al otro lado. Un lugar donde poner las cartas boca arriba y jugar otra partida. Un territorio para reparar y escoger ser libre y hacer libre a la ficción cuando se cierra la puerta tras de sí. Como en el amor y las pasiones que siempre pasearon por mi vida y que me hicieron seguir mirando con intensa libertad.
      A veces, he sentido no pertenecer más a un sitio que a otro. Y esa ausencia de arraigo, siendo útil para despojarse de prejuicios, también duele. Quizás, también tenga que ver en que la Literatura va tejiendo una trama entre lo real y lo imaginativo; dos planos superpuestos que configuran el regreso a lo perdido o casi olvidado y lo nuevo por revelarse. Kafka, escribió: “A partir de cierto punto no hay retorno posible. Ése es el punto al que hay que llegar”. Y eso mismo nos ocurre con ella; de donde ya no es necesario regresar, por ser el lugar más puro y libre que existe.
      Y así, en cierto sentido, volví de nuevo un jueves para recorrer un Tánger que, como en el pasado, sigue viviendo de susurros y humores, de adormecidas calles con balcones descubiertos y de fachadas ataviadas con zellij. Una ciudad proyectada a una espera infinita; rodeada del esplendor de otro tiempo y que dormita ilusionada entre sus vestigios abandonados. Tánger, los jueves y otras lecturasComo toda ciudad, ésta aún huele al trágico pegamento que los chicos inhalan; a la enamorada traición, al robo y al tráfico para sobrevivir a los días. Aún ahora, sentado en la terraza del Hotel Continental mientras miro la bahía del puerto, la ciudad huele a misterio y espías, y Eva, la novela de Arturo Pérez-Reverte que me ha devuelto a la ciudad un jueves cualquiera, me muestra la habitación 108 como un lugar desde el que ver con otros sentidos.

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