Todos nuestros muertos





Por costumbre, según la estación del año y la hora en la que sale el sol, me asomo a una pequeña terraza para ver el amanecer antes de irme a trabajar al Hospital. De aquí a septiembre, suelen ser estos los meses en los que amanece más temprano y puede uno disfrutar de un rato más. Madrugar te permite algunos placeres. Mirar por una ventana, quizá sea el reflejo de una infancia en la que más tarde, contemplar sirviera para comprender algunas cosas. Tal vez, una simple rutina como esa, me permite en el día a día, encarar las cosas con más sosiego y disciplina. A veces, uno siente en que no somos más que aquello que Miguel Delibes llamaba: “un hombre, un paisaje y una pasión”. Y así, en la clara oscuridad del amanecer, percibo como algunas casas permanecen aún con las persianas bajadas ―aún no es su hora, me digo―, mientras otras, van levantándose e iluminando algunas estancias. Todos los amaneceres ofrecen siempre algo nostálgico ―pienso, mientras miro el cielo―. Y casi siempre, me asalta el título de la película de José Luis Cuerda: “Amanece, que no es poco”. Y ese poco, supongo que es en cierta forma, para dar las gracias por el paisaje que veo y en otro sentido, para valorar que cada día, tiene algo especial y diferente. Y ese momento, único y exclusivo, como si escuchara la canción “Forbidden Colours” de Ryuichi Sakamoto, hace que, según las estaciones del año, el cielo cárdeno, cuando no está cubierto por completo de nubes, vaya cambiando de colores a medida que la luz del sol irrumpe poderosa sobre el horizonte. En ese fatigado instante que dura la clara oscuridad, sobreviene el sonido de mirlos y estorninos que ya compiten muy temprano con sus reclamos. Todo sucede en un instante eterno, en donde el reloj de los sucesos no se detiene y sigue su curso como un arroyo ladera abajo. Es entonces cuando me despido de las vistas y termino de meter algunas cosas en la mochila para salir zumbando. 

Al igual que mi terraza, el mundo es una ventana por la que asomarse. Es como una habitación con vistas a un lugar en el que la belleza siempre se envuelve en el dolor y la tragedia. Incluso, para observar que la vida y la muerte caminan juntas de la mano desde que nacemos, para ser luego la muerte quien le gane la partida a la vida robándole el tiempo.

Nunca hubo primaveras silenciosas. Y ésta que acaba de empezar, a pesar de engalanar de verde los árboles y de rojo y blanco algunos balcones con sus geranios, se difumina dudosa con un vestido de muerte llamado Coronavirus. Este virus “hi de puta” ha cubierto con un manto todos nuestros muertos. Todos ellos, los conocidos y desconocidos para mí, aun cuando estaban vivos y contemplaban como yo, tal vez, en alguna ocasión, el mundo tras una ventana. 

Ahora, mirar por la ventana se ha convertido en una esperanza. La esperanza es lo último que se pierde, nos decían antes cuando la cosa estaba chunga. "Nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo”. Julio Cortázar, Rayuela. Por eso, mi esperanza no es otra que la de abandonar la soledad no deseada, esa soledad de estar solos sin desearlo, aunque sea en un confinamiento que evita los contagios. Porque todos nuestros muertos por Coronavirus, los que empezaron a serlo cuando casi nadie quería hablar de ellos y ahora se suman por cientos a diario, han sido borrados como el carrete velado de una cámara fotográfica. Un número rápido en la cruel estadística. Desdibujados sin adioses ni abrazos, sin acompañamiento ni ceremonias, sin nadie que les cierre los ojos para ponerles una moneda o rezarles un Pater noster. Ellos, todavía amontonados sobre el frío de sus ausencias en ese purgatorio del palacio de hielo. Como si por no disponer de esa moneda, según la antigua tradición griega, tuvieran que esperar cien años en la ribera del río Aqueronte para que el barquero Caronte consienta trasladarlos gratis.

Por eso, ahora, mi ventana se ha convertido también en el diálogo que los vivos mantenemos con todos nuestros muertos. Una ventana a través del tiempo, las emociones y los aplausos. Una habitación con vistas, donde también comunicarnos para dar las gracias, sin perder la esperanza.



Ya vosotros no lo sabéis, porque vuestro recuerdo es para los vivos.

Ya no podréis recordar nada, porque estáis muertos.

Yo sigo aquí, caminando entre el silencio que os mantiene unidos.

Frente a mi ventana, frente a este mar

de aplausos y emociones

entre el musgo y la piedra, que nunca envejecen.

Ya sin besos ni abrazos, frente a vuestros recuerdos.

Ya vosotros no lo sabéis, pero yo os lo digo

será el tiempo

el que sirva para perpetuar vuestra mirada y vuestra lengua

la que antaño utilizasteis, cuando vivos

para amar y enseñar y así, apagar la tristeza. 

Será el tiempo esa única extensión común

donde participar los vivos y los muertos. 

Comentarios

  1. Es conmovedor, triste pero aún tiempo alegre y muy humano. Es el reflejo de los que maduramos, vemos pensamos y vivimos. Un recuerdo con cariño a los que se han marchado casi solos y sin una mano amiga o familiar que les ayude a bien morir.

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