El Club Dumas, uno de los grandes Clásicos del siglo XX
“El fogonazo de luz provocó la silueta del ahorcado en la pared. Colgaba inmóvil de una lámpara en el centro del salón,
y a medida que el fotógrafo se movía a su alrededor, accionando la
cámara, la sombra provocada por el flash se recortaba sucesivamente
sobre cuadros, vitrinas con porcelanas, estanterías con libros, cortinas
abiertas sobre grandes ventanales tras los que caía la lluvia”.
Así, con este soberbio claroscuro, comienza la novela El Club Dumas de Arturo Pérez-Reverte.
En la trama, la propia sombra de Richelieu planea sobre la lectura y su
protagonista, Lucas Corso. Un auténtico cazador de libros, al que el
escritor dota de esa excepcional mirada revertiana sobre la vida
y los hechos que van ocurriéndole. En cierto modo, como él los quiere
vivir. Pues, otros personajes de la novela van introduciendo a Corso en
el laberinto narrativo. En la novela, de múltiples géneros, los libros
de una biblioteca son el hilo conductor que entrelaza la red sobre la
propia aventura. Su comienzo policíaco, nos saca del error al comprobar
que toda la novela es una búsqueda incesante.
El vino de Anjou también nos deja un aviso, que tal y
como lo percibí, se encuentra bajo los Misterios de París; “el lector
debe preparase para asistir a las más siniestras escenas”. La novela ha
cumplido 25 años tras su publicación en 1993. En el año 2008, Alfaguara
lanzó una bellísima edición conmemorativa en tapa dura, cuidada y mucho
más manejable. Era ideal para mi biblioteca y no dudé en hacerme con
ella. El Club Dumas es un libro en incesante movimiento, como sus
personajes. Tal vez, fuese eso lo que la hizo consagrarse como una de
mis favoritas. En 1999, Roman Polanski, adaptó la novela para llevarla a
la gran pantalla y lo hizo bajo el título de La Novena Puerta, en donde
Johnny Depp interpreta meritoriamente a Lucas Corso.
La novela homenajea a Alejandro Dumas,
uno de los escritores señalados por Pérez-Reverte. Funciona como una
llave que abre la puerta a otros autores. Como en juego, la maquinación y
la aventura, participan en el camino futuro de muchos otros libros
donde la literatura advierte la propia trama. Es admirable que un amante
y mercenario de libros, como Lucas Corso, deba
autenticar un manuscrito, El vino de Anjou (Los tres mosqueteros) y
además, tenga que descifrar el enigma del libro mágico De Umbrarum Regni
Novem Portis del siglo XVII, del que sólo quedan tres ejemplares entre
las ciudades de Toledo, Sintra y París. A cuyo impresor, Aristide
Torchia, le supuso la hoguera en Roma. Por ventura, en el Campo Dei Fiori,
lugar donde años antes a Giordano Bruno también le costó la vida al ser
quemado por enfrentarse con sus ideas a la Inquisición.
En la medida en que puedo, suelo ajustar cuentas con
las novelas que leo frente al escritor que las creó. No importa el
tiempo que haya pasado. Los agradecimientos y los recuerdos son una
aventura en sí mismos. Porque los libros son eso, un pasado que circula por nuestro presente y futuro;
la necesidad sagrada de quien los escribe y el sustento eterno de quien
los lee. Como si la diosa Ocasión marcara el Carpe Diem, decidí
llevarle el pasado día a mi amigo Arturo Pérez-Reverte la novela El Club Dumas. Fue durante la firma de su última novela, Los perros duros no bailan, en la Feria del Libro de Madrid.
Un añorado encuentro de confidencias y rumores, de
gestos y miradas, de conversación apegada. En definitiva, de amistad, de
libros, de antigua lealtad a su obra, a su persona, el escritor. Como
si de una antigua obra se tratara y esbozando una sonrisa, Pérez-Reverte
cogió El Club Dumas entre sus manos. ―Hermosa edición de la que han
pasado unos cuantos años ―susurró―. Después, deslizó las suaves yemas de
sus dedos sobre la cubierta. Describiendo pequeños círculos y trazando
con ellas un dibujo. Girando el libro, agradecido, confirmó viejas
certezas. Las propias y las de sus personajes, que allí dentro, como en
un folletín, luchaban entre el bien y el mal.
Observé orgulloso los cálidos gestos del escritor
hacia la obra. Todos los personajes; Milady, Rochefort, Balkam, los
hermanos Ceniza, y un largo etc, junto a alguna que otra Troya
incendiada a sus espaldas, se habían convertido de repente en algo vivo
sobre sus ojos. Con las tapas cerradas, afianzó el libro. De arriba
hacia abajo, recorrió el simulado dibujo de sus cinco nervios, para
volver al tejuelo, dando ligeros toques sobre su título. ―Disfruté mucho escribiendola, quizá mi favorita
―dijo―. Conversamos un rato más. Esquinada la cabeza, esbozó otra
sonrisa. Tal vez, pienso ahora, como si recordara el trabajo de los
hermanos Ceniza o la cuadratura de las cuentas de Varo Borja en su
destino final sobre las láminas del libro. Quizá, sobre otros recuerdos o
la satisfacción de haber sometido a Lucas Corso a este maravilloso
juego literario.
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