LOS BARCOS REGRESAN MAÑANA
LOS BARCOS REGRESAN MAÑANA
Al otro lado de los ventanales la oscuridad de la noche
todavía estaba presente. El viento parecía haberse calmado un poco. A lo lejos,
la negrura del mar se confundía con el cielo, y la silueta del horizonte había
desaparecido. Tan solo algunas pequeñas luces, alejadas de la costa,
centelleaban débilmente; como a punto de apagarse. Como otras tantas veces en
los últimos años, Marie se había asomado a la puerta de la cocina aquella
madrugada.
― ¿Cuánto tiempo estaréis fuera esta vez? ―preguntó―.
― Tal vez, veinte o treinta días ―dijo Frank, su marido―. La
pesca en el Norte es ahora intensa y hay que aprovechar, ya conoces.
― Estate tranquila mamá―respondió su hijo David―, que
ultimaba con el padre las últimas cosas que meter en el petate. No es la
primera vez que salimos a faenar tantos días.
― Lo sé ―respondió Marie―. Ven aquí, dame un beso y un
abrazo.
Se despidieron en el umbral de la puerta de casa. No salgas
―le dijo Frank―, la noche está fresca. Súbete ya a descansar, no vaya ser que
la niña se despierte. Tras un beso, le dijo: ‘Te llamaré para ir contándote’. Marie los vio alejarse, caminando de espaldas
a ella. Siempre tenía la misma sensación; no habían salido, y ya deseaba que
estuviesen de vuelta. Camino del puerto, en la alargada cuesta, padre e hijo,
se fueron haciendo diminutos hasta que las últimas luces dejaron de iluminarlos
y desaparecieron. Al cerrar la puerta de casa, a la entrada, sobre una cómoda,
Marie encendió una vela a la Virgen del Carmen.
Fueron pasando los días y Marie, como en otras ocasiones,
fue adaptándose a la rutina diaria. Alguna tarde, de vez en cuando, cuando
venía de recoger a su hija del colegio, solía parar a merendar en el bar de
Lucrecia. Allí saludaba y conversaba con varias amigas antes de volver a casa.
Algunas de ellas también tenían a sus maridos pescando en alta mar.
‘¿No sabemos nada aún?’ ―preguntó una de ellas―. Hace una
semana que no sabemos nada. Desde la última comunicación que tuvieron con la
central del puerto, no se ha vuelto a saber de ellos ―dijo otra―. Bueno chicas,
no os preocupéis, la última vez que salieron a faenar estuvimos sin noticias de
ellos durante quince días, estarán bien. Marie las miraba con la misma
sensación de preocupación que ella apreciaba en sus rostros. Todas sabían que
por muy grandes que fuesen esos buques congeladores y por muy rudos y fuertes
que fueran sus hombres, el mar en esas zonas era un lugar peligroso no exento
de riesgos. ‘Dios no quiera que les ocurra nada’ ―contestó la que parecía más
joven en el grupo―.
En cierta forma, todas tenían muy presente la tragedia que ocurrió al buque de pesca Zadjwa en el Atlántico
Norte. ‘Anda, ―respondió Marie― no seas gafe, es mejor no pensar en esas
cosas’. La televisión del bar estaba encendida y anunciaba la previsión meteorológica
de los próximos días. Tras los cristales del bar, Marie miraba el cielo. Podía
ver como éste se iba cargando de nubes con mayor intensidad. Para la costa
oeste se anunciaba de un fuerte temporal y mar gruesa.
De noche, ya en su casa, justo después de recoger y acostar
a su hija, Marie pasó al salón para sentarse a leer un rato antes de irse a
dormir. ‘Otra vez esta asquerosa lluvia’ ―pensó―. Había empezado a llover y en
los cristales de las ventanas, las gotas de lluvia hacían su presencia golpeando
con un vivo repiqueteo. En un instante, recordó las serenas palabras de
Frank; ‘Te llamaré para ir contándote’. Marie guardó por un momento esta
conversación, quizá para calmarse, o tal vez, para pensar en que Frank, siempre
había prometido llamarla y como en otras ocasiones, él nunca lo había
hecho. Era como lanzar palabras al viento, quién sabe si con el propósito de
mantener como real el único recuerdo de ese adiós con la mirada clavada en sus
ojos. Siempre igual ―pensó engañada―.
Pasaron diez días desde la última merienda en el bar de
Lucrecia, y una tarde, estando Marie en casa, sonó el teléfono. Solo lo hizo
durante breves segundos, para luego quedar en absoluto silencio. Marie había
oído la llamada, pero cuando fue a descolgar, el teléfono ya estaba en silencio.
Afuera, la tarde se había despejado. Desde el jardín de la casa podían oírse
los graznidos de las gaviotas y las bocinas de algunos barcos, que a lo lejos,
entraban o salían del puerto. Al cabo de un rato, volvió a sonar el teléfono. Esta
vez sí le dio tiempo a descolgarlo. Era la voz de Sofía, una de las amigas.
― Tengo noticias de Juan, mi novio. Se le oía muy mal, pero
me ha dicho que en el barco están todos bien. Tuvieron un fuerte temporal y parte
de las comunicaciones se les vinieron abajo’―.
― ¡Gracias a Dios que están todos bien! ― contestó Marie―. ‘¿Te
ha dicho cuándo vuelven?’.
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