Nos vemos a la vuelta.

Nos vemos a la vuelta
Por Juan Pedro Iglesias García - @jiglesiasgarci 
#Relatosdeverano en @zendalibros
No hace demasiado tiempo que ocurrió aquella historia -veinticuatro años ya de aquel verano de 1992-. Es sorprendente como la memoria regurgita, como en las malas digestiones, todos aquellos sucesos dañinos ayudándonos a comprender nuestra existencia y la de aquellos que nos han acompañado en nuestras vidas. Así fue el caso de mi amigo Pablo Cortés, mi amada Celia San Juan y yo, Diego Cruz.
Pablo y yo éramos dos jóvenes universitarios veinteañeros y como nosotros, existirían otros Pablo, Celia y Diego, tratando de vivir sus vidas, con dinero o sin él, trazando líneas de supervivencia y tomando, o no, decisiones como la que yo tomé aquella tarde de verano y que jamás olvidé. Quizá, porque las ausencias inesperadas son siempre trágicas y no estamos preparados para aceptarlas.
En aquel verano, la guerra en la antigua Yugoslavia hacía estragos y asistíamos atónitos a las imágenes de la prensa y los informativos. Una guerra, como todas las demás, en donde el hombre era un depredador sádico y sin escrúpulos, con la bandera de la infamia y la crueldad ante los ojos de la ONU y del mundo entero. Con esas imágenes, acompañado de hermanos y sobrinos, me fui de vacaciones a una casa que tenían mis padres en la sierra.
Éramos cinco hermanos, de los cuales dos ya estaban casados, con niños y responsabilidades que a mí me quedaban muy lejos. Siempre pensé que convivir sin amor era una tarea aniquiladora. Para ser amado, ama -leí en Holbach-. Y esa era la máxima que observaba en mis padres, con toda su independencia y esas cosas. Jamás entendí esas parejas que siendo ya infelices, se casaban para estar discutiendo toda la vida. Un amor así era una cárcel, un centro de exterminio de parejas que morían en vida, desgastadas por la inseguridad y los temores. Los constantes reproches y anulaciones acababan por convertir la relación en algo asfixiante, insoportable. Por aquel entonces, yo veía así a mi hermano Arturo. Como un pávido infeliz, sufriendo y sin la valentía suficiente.
Pablo se vino con nosotros a pasar unos días, teníamos amigos en Galapagar. Fue en la casa de la sierra donde conocimos a Celia San Juan. Una mañana de piscina, en un saludo con la familia. Era la mujer de un ingeniero, conocido de mi padre y que pasaba algunas temporadas allí. —No me digas que no te gustaría conocerla mejor— me dijo Pablo. No me jodas —le contesté—. ¿No te has dado cuenta de las miradas que te ha echado? —Venga tío, ¿qué has bebido?, le dije, mientras sonreía—. Ja… No te ofendas amigo, a esa mujer le has gustado y ella a ti también. Mi incómodo silencio me delató.
Pasamos dos semanas inolvidables. Recuerdo que a Pablo y a mí nos gustaba en la hora de la siesta tumbarnos bajo los plátanos mirando las hojas moverse con el aire hasta quedarnos dormidos. No digamos las partidas de ajedrez o bajar al río. Cuando Pablo y yo nos despedimos, me preguntó —¿Vendrás este año a la fiesta de Marta?-. ¿Cuándo es? –dije-. Dentro de un par de semanas –respondió-. Creo que sí, -contesté-, tengo que ayudar a mi hermano con un asunto de la tienda. Nos llamamos. Perfecto –dije-. Nos dimos un abrazo y lo vi marcharse en su Peugeot 205 rojo.
Esa misma mañana coincidí con Celia en la piscina. Hablamos de Literatura, de música, de cómo conoció a su marido en Cuba y lo que hizo cuando llegó a España, de su vida en general. Por la tarde, yo estaba en su apartamento bebiendo cubalibres de ron, bailando abrazado a ella y haciendo el amor hasta la extenuación. Así durante una semana, antes de que su marido llegara de viaje. Caí como un idiota en las garras del amor y ella me daba mil vueltas en todo.
Más tarde, en aquella fatídica noche, me di cuenta de que yo había sido un entretenimiento para ella, que había abrigado su vida por unos días. Dos semanas más tarde, llegó el día de la fiesta de Marta. Pablo ya sabía lo de mi relación con Celia y le dije que si había algún problema en que ella viniese. —Que preguntas tienes, - me dijo-. Días antes había persuadido a Celia para que viniese. Aquella tarde le pedí a Pablo que pasara a recogerla. Yo no podía ir, llegaría más tarde por cuenta de la obra en el negocio de mi hermano y para no levantar sospechas, habíamos quedado en El Colmao, un bar del pueblo. —Si hay algún imprevisto llámame a la tienda y no la hagas esperar –le dije-.
Había quedado con Celia a las nueve. Jamás se presentó. En su lugar, Pablo me leyó por teléfono una nota que había dejado en un sobre al del bar: “Lo nuestro, entenderás, es imposible. No me busques. Me voy con Luis a Australia. Besos. Celia”. Fue como esos golpes en el bajo vientre que te dejan sin aire. Casi no pude articular palabra. —Amigo, no puedo contarte más. -me dijo Pablo-. Nos vemos a la vuelta, en la fiesta. Tranquilo. Adiós.
Esa fue la última vez que hablé con Pablo. De regreso a Galapagar, se salió en una curva y se mató al estrellarse contra un árbol de la carretera. Un día la volví a ver, tras el cristal de un coche, en la Gran Vía. Después, nunca supe nada más.

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