ZENDA RELATOS #AMANECER
“Amanece, y tu vida cambia”. Ese es el pensamiento al que respondió María,
aquella mañana de noviembre, cuando una tenue luz cenital, se colaba por la
ventana de su apartamento. Un momento mágico, casi invisible, en donde los
libros clareados de los estantes eran bautizados por las primeras luces. Sobre
la mesa de trabajo, María lee algunas de las viejas cartas de poesía que su
abuelo Frank escribió desde un remoto exilio. Cartas que el tiempo, como único
testigo, marcaron un antes y un después en las vidas de su remitente y su
destinataria Verónica, la abuela materna de María. Dos vidas paralelas que el
destino había presentado en diferentes caminos.
María va descubriendo en la lectura de las cartas, que aquellas palabras en
verso están cosidas a sus sentimientos, con un hermoso hilo de amor. “Cartas de
agua y arena entre amaneceres”, como más tarde las llamaría su abuelo en
un poema, después de viajar de un lugar a otro. Los abuelos de María se
conocieron en Caracas. Y según había contado Verónica, se enamoró de Frank a
primera vista. Su primera cita se produjo en un café de la ciudad, en donde
Frank le entregó a Verónica un libro de poesía de Rafael Alberti. Después de
siete meses, Frank volvió a Granada y empezó una larga relación por carta.
Hasta que tres años más tarde, Verónica volvió con destino a España para
reencontrarse con Frank y casarse. De su matrimonio, nacería Ana, la madre de
María.
En este amanecer, María contempla como el paso de los años va transformando
su vida. Sobre un aparador, varias fotos de familia, como en un ordenado
mosaico, lo confirman. Los ojos de María se detienen en una foto de sus padres
en Lausana. Ella es consciente de que ya no forman parte de esta vida, pues
hace tres años que sus padres fallecieron en un accidente de coche viniendo de
París. Hay escenas de una vida en las que el tiempo, a veces, se detiene. Justo
ese instante, es el que hace a María recordar las palabras de su abuelo Frank
en una conversación de familia; –el día de mañana, esta niña será escritora o
periodista–.
María piensa en que su abuelo Frank no se equivocó. Tampoco, cuando le dijo
que terminaría casándose con ese chico, el deportista. Ella ama lo que hace, y
trabaja como redactora en un importante periódico de tirada nacional.
Al otro lado, tras la ventana del apartamento, las luces del sol forman un
azulejo naranja y la bóveda del cielo protege la ciudad. María sigue leyendo y
su mano izquierda reposa sobre su vientre. Bajo él, siente como el bebé que
lleva dentro da una ligera patada y se mueve. Una sensación placentera que
la hace recordar, que la caja en donde se encuentran almacenadas tantas
reminiscencias de la herencia de su madre, es un espejo en donde se reflejan
sus abuelos, con los que ha compartido muchas cosas en esta vida. También, que
su abuelo Frank, al que quiere con locura, es el único que aún vive.
En la caja se amontonan otros muchos objetos. Y entre ellos, más cartas que
Ana, la madre de María, había guardado. Cartas que la abuela Verónica había
entregado a ésta, como si de un testigo se tratara, algunos meses antes de
fallecer. María ha comprendido que para ser amado, hay de amar y que el amor, a
veces, es el sustento que te alarga la vida. Es ese mismo principio natural el
que la hace presentir, que en la progresiva pérdida de memoria por la
enfermedad de Alzheimer que su abuelo sufre, hay un espacio íntimo, que por
pequeño que sea, él solo guarda para sí, y para el que fuera su único amor,
Verónica.
Es mediodía y María y Alberto, su marido, han decidido visitar al abuelo
Frank para darle una sorpresa. La casa está a las afueras de la ciudad, rodeada
de una hermosa huerta. Los jazmines y rosales inundan el jardín, y la verja
que separa el camino de entrada, está cerrada. Aunque el día es bueno, hace
fresco para estar afuera con el abuelo, que a pesar de todo, en los días
soleados, sale al jardín. En el interior, al fondo de un largo pasillo, se
encuentra el que siempre fue el despacho de trabajo del abuelo. En él, se ve a
Frank sentado sobre una silla con ruedas. Apenas anda y su dulce mirada está
suspendida en el universo que ha creado. María ha entrado en la estancia y
cuando llega cerca de él, le llama: ¡Abuelo!–.
Se ha sentado junto a él y junta sus manos con las suyas. Son unas manos
suaves y cálidas. La piel refleja su ancianidad. Él la mira y ella recibe la
expresión de un rostro anciano y tierno, indefenso de sus propios miedos. Ahora
las manos de María cogen con suavidad el rostro de su abuelo para besarle la
frente. Durante un buen rato han permanecido en silencio, contemplando juntos
el espacio común. Todo bajo un lenguaje oculto, que solo María parece conocer y
compartir. Desde el mirador, María piensa en los amaneceres tan bellos que
Frank y Verónica han compartido. Tras un rato, el abuelo de María saca del
bolsillo de su batín una vieja hoja doblada por la mitad y se la entrega.
–Es una poesía, puedes leerla si te place, -dice él-. No pude dársela a tu
abuela. ¿Tú se la podrías entregar? María se sorprende y la recoge. Sabe que su
enfermedad no le permite recordar que su mujer ya no vive. Una lágrima recorre
la mejilla de María y le responde: –Tal vez, abuelo. Tal vez, mañana, cuando
amanezca de nuevo–.
Comentarios
Publicar un comentario