ROBINSON
ROBINSON
‘Me llamo Adam Carter, soy de
Hope Cove, al sur de Thurlestone, Inglaterra. Mi padre y mi abuelo, eran
marinos, como mi bisabuelo y su padre, mi tatarabuelo…’
Así comenzaba
una novela que leí hace poco. Su novel escritor, se llamaba John
Porter. Eso me hizo recordar que en cierta ocasión, mi
abuelo me contó que a un amigo suyo, llamado Gerard y a su hijo Jean, se los
tragó un temporal y acabó con sus vidas. Hay historias que jamás se separan de
uno toda vez que las ha conocido o vivido, también en cierta forma, pero no ya
del todo como propias, cuando uno las ha oído o se las han contado otros.
Siempre, las que uno ha vivido, esas, te acompañan y el tiempo, a veces, las va
modulando, como lo hace el mar con los acantilados, hasta forjarlas más
difusas, quizá veladas, tal vez incluso, para borrarlas temporalmente. Sin
embargo, las otras, las que han sido contadas u oídas, esas, permanecen
inalterables tal y como te las contaron o las oíste. Como si ese mar no las
hubiese tocado, ni erosionado. Como si el tiempo no hubiese pasado por ellas y
tal vez, quisiera parecer que hubiesen ocurrido ayer, para no ser olvidadas
nunca, ni ser alteradas por quien las oye.
Así es
como algunas conversaciones se mantienen en el tiempo inalteradas para quien
las escucha y vuelven a ser recordadas pasados los años. Como yo recordaba, o
quiero escribir ahora a propósito de ciertos libros leídos o vistos en la
infancia.
‘¿Un libro? Mejor llévate dos o
tres, o los que tú quieras. A tu edad puedes leer tanto como desees. La única
condición que te pondré para que puedas llevártelos, es que una vez los hayas
leído, vengas a verme y hablemos de ello. Eso, permitirá que puedas llevarte
otros’.
Esa fue
la respuesta de mi abuelo cuando le pregunté acerca de si me prestaba un
Robinson Crusoe de Ramón Sopena que había visto en su Biblioteca. Tendría yo diez
años por entonces y aquella portada me había apasionado. Un hombre caminaba
sosteniendo en su mano derecha un paraguas para protegerse del sol, mientras
conversaba caminando con un hermoso perro. En la espalda llevaba una cesta y en
el hombro, colgada, una escopeta. En la cintura una pistola y a un lado, una
especie de serrucho, con dos bolsas anudadas. La imagen del perro era de
auténtica empatía con su amo. La mirada, hacia arriba, me indicaba su plena
atención y obediencia, como entendiendo todas las palabras de la conversación.
La escena se desarrollaba con el mar como fondo y la frondosa vegetación de lo
que podría ser una isla.
Más tarde descubriría que el mar, siempre el
mar, estaría presente en la vida de este muchacho; como ya prácticamente lo sería
años después en mi vida de joven lector y antes lo había sido en la de mi
abuelo y también mi padre, así como con posterioridad a los catorce años, lo
supe de Gerard, su hijo, y otros tantos marineros que sobrevivieron o murieron
en el mar.
A los once años un niño tiene una imaginación
prodigiosa y esa manera de ver a Robinson persiguiendo sus sueños para
convertirse en marino, me hizo ver o creer, que el mismo sueño, al poco tiempo,
le traería su desgracia. Después vinieron otras lecturas, otras
interpretaciones, porque desde aquel día en la biblioteca de mi abuelo también
fueron incorporándose a un mi mundo exclusivo, un sinfín de aventuras (La Isla
Misteriosa, Los Tres Mosqueteros, Miguel Strogoff, El Corsario Negro, Sandokán,
Viaje al Centro de la Tierra, etc.). Ese mundo único, en el que yo era testigo
de lo que ocurría y lo que podía imaginar de la mano de Robinson, me hizo creer
siempre en que todos aquellos marinos náufragos que desaparecían y que por una
u otra razón perdían su rumbo y sus barcos en el mar, terminarían siempre en
una isla donde sobrevivir como el héroe de mi primera novela de aventuras. Así
se lo contaba yo a mi abuelo, mucho antes de entender la vida como tragedia y sin
saber todavía nada del mar, ni de la vida en general. Como queriendo dejar
claro que prefería confesar esa idea de salvación para mis héroes y no dejarlos
que se murieran ahogados en el mar, sin ninguna esperanza. Así se lo decía yo a
mi abuelo, como años más tarde el me contaría lo de su amigo Gerard y su hijo,
para que no fuese inalterada la idea de poner a salvo a mis héroes, dándoles
una tierra a la que llegar. Ya de mayor descubrí que frente a las adversidades,
no había que temer las ausencias. Que frente a tus sueños, si querías
conseguirlos, debías luchar por ti mismo, recordando eso, lo frágil que es la
vida y lo que nos hace más fuertes, quizá más sinceros, o tal vez, más
valientes.
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